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Cuando Estados Unidos estornuda, Europa se resfría

Por Pedro Javier López Soler.


A raíz de la crisis financiera de 2008 se hizo popular el dicho «cuando Estados Unidos estornuda, Europa se resfría». Hacía referencia a la extensión por el continente europeo de la llamada «Gran Recesión», cuyo origen simbólico puede fijarse en la caída del banco estadounidense Lehman Brothers. Pero más allá de las cuestiones económicas, ¿corren peligro las democracias europeas de ser contagiadas por el clima de inestabilidad y tensión política que se respira en el «país de las oportunidades»?


La llegada al poder de Donald Trump supuso un impulso para los movimientos reaccionarios de todo el mundo. A raíz de su victoria, partidos como el Frente Nacional francés, Alternativa por Alemania o Vox en España han ganado mayor protagonismo y peso políticos en sus respectivos países. Bajo el paraguas de Trump se cobija toda una amalgama de grupúsculos de extrema derecha: milicias ultranacionalistas, supremacistas blancos, integristas cristianos, filofascistas… a los que se unen los creyentes y divulgadores de teorías de la conspiración tan inverosímiles como QAnon, que defiende la existencia de una red internacional de tráfico sexual de niños organizada por la élite del Partido Demócrata y los actores liberales de Hollywood.


Día a día, durante sus cuatro años de presidencia, Donald Trump ha ido subiendo un peldaño más en su escalada contra lo «políticamente correcto». Lo hemos visto insultar a sus adversarios políticos, burlarse de dirigentes mundiales, utilizar un lenguaje ajeno al cargo que ostenta, gobernar a golpe de tweet, apoyar a grupos ultraderechistas violentos y justificar sus acciones… y ahora, contemplamos como, tras ser derrotado en las elecciones presidenciales, mantiene un pulso con las propias estructuras del Estado para mantenerse en el poder.


Antes de que concluyera la noche electoral, un orgulloso Trump se subió a la tribuna instalada en la Casa Blanca para autoproclamarse vencedor. Aún faltaban millones de votos por contabilizar, pero eso poco importaba. Su plan para aferrarse a la presidencia desestabilizando el país ya estaba en marcha. Cuando el escrutinio se puso en su contra, anunció que los demócratas estaban tratando de robarle «su victoria». «No tengo pruebas, pero tampoco dudas», podría haber verbalizado.


Desde entonces asistimos a una escalada en la tensión política. Los seguidores trumpistas, cada vez más radicalizados, suponen una seria amenaza para la democracia estadounidense. La semana pasada protagonizaron una insólita escena: el asalto al Capitolio, el edificio que alberga las dos Cámaras del Congreso de los Estados Unidos, con un saldo de 5 muertos y 13 heridos. Las imágenes son tan esperpénticas como aterradoras, especialmente si observamos la pasividad inicial con la que la policía actúa frente a los asaltantes. La invasión del principal parlamento nacional se saldó con apenas 80 detenidos, algo que contrasta con los más de mil que ha habido en algunas de las manifestaciones antirracistas del movimiento Black Lives Matter.


Mientras Estados Unidos afronta una crisis política sin precedentes, ¿qué situación encontramos en Europa? No es mucho más alentadora. Partidos de extrema derecha amenazan con asaltar el poder por la vía democrática y, si eso no fuera suficiente, a través de un golpe de Estado. No es una broma, en Alemania fue desarticulada una trama golpista en 2020 que pretendía derrocar a la presidenta Angela Merkel utilizando la violencia y en España, ante la total pasividad de buena parte de la sociedad, crece el sentimiento «justificado» de la necesidad de un pronunciamiento militar que ponga fin a lo que han calificado como «gobierno socialcomunista». Muy atentos, porque no se trata únicamente de un chat aislado de veteranos militares postfranquistas. A finales de diciembre la Guardia Civil localizó un arsenal con 160 armas de fuego, 22 fusiles de asalto y hasta una granada anticarro pertenecientes a un grupo de neonazis.


Mientras la pandemia de coronavirus y la consiguiente crisis económica continúan erosionando las estructuras democráticas (todo sea dicho, por su deficitaria capacidad de respuesta ante este drama social), crece paulatinamente un ideal golpista que se creía sepultado tras décadas de convivencia constitucional.


¡Atentos demócratas! La historia ni se detiene ni siempre es evolutiva.

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